Monday, September 25, 2017

El huracán María en Puerto Rico

María ha sido, sino es, uno de los sucesos más importantes de mi vida. Para algunos, un momento histórico. Recuerdo yo haber estado viva para el huracán George en el 1998 y haber visto uno que otro árbol danzando entre los vientos, pero nada algo así. Me levanté exactamente a las 2:25am con un sonido retumbante en la ventana del cuarto de mi mamá. Yo había recogido mis tres bultitos con documentos importantes por si se mojaba mi cueva en Toa Baja. Me llevé mi ropa de trabajar y una cosa que otra electrónica porque lo que anunciaban era espeluznante. Me llevé aquello, no por rotulación de materialista—al contrario, aparte de lo regalado, todo lo que había en mi apartamento me lo sudé yo a gota gorda. Yo sola. No quería que se dañara nada y viviendo a minutos del mar (aunque de vista es espectacular), de septiembre para abajo, podía convertirse en uno de los lugares más tenebrosos para residir.
Ya cuando cerré mis ojos el día anterior, aún no se habían llevado los servicios del agua y luz. Sin embargo, al despertarme bañada en gotas de mi propio sudor, con la sábana pegada a mi piel, sabía que María había llegado. No recuerdo haber sentido temor similar. Si había sentido temor, pero no particularmente como este. Era una mezcla de incertidumbre, de desconocimiento… No sabía cómo reaccionar y sabía que no podía hacer nada, más que esperar que todo pasara. No sabía cómo estaba mi pareja, mis amigos, quien había sentido ese golpe en la ventana de la misma forma que yo.
Entre las tinieblas observaba la sombra de mi madre.
—A penas comienza—me informó. No fue hasta una hora después que por poco logro conseguir el sueño. No se podían abrir las ventanas, todo era plena obscuridad a las 10:00am. En vez de escuchar el quiriquiquí del gallo y la canción de despedida del coquí, solo se escuchaban llantos de nuestro borikén. Los troncos falleciendo ante mis ojos. Los pinos que sembró mi tío se despedían por última vez, luchando contra los soplos de María, rindiéndose ante la lucha.
Entre hora a hora levantaba un poco la ventana viendo como un cantito de mi isla se desmenuzaba antes mis brazos y yo no podía hacer nada. Yo sabía que esto no era nada. Absolutamente nada. De no saber que hacer, pasé a no saber que sentir. Yo preocupada por mi cueva, y yo sabía dentro de mí que tenía que haber gente que ya perdió la suya.
María había llegado con su pie firme a querer destrozar mi Isla del Encanto. La cogió por las greñas de árbol de ceiba, aruño sus brazos de mata de plátano, mi isla botando lágrimas de manantial... La haló, tiró, empujó y la dejó desolada, sus caciques consolándola, vulnerable, tierna y abusada… No fue completa derrota. María también recibió parte, con menos energías se marchó y con esperanzas de nunca más regresar.
Al día siguiente nos encontramos con una ley o reglamentos que impedía salir luego de las 6:00pm. El día siguiente no salí mas allá de mi vecindario. Mis vecinos y yo le dedicamos día a organizar la comunidad, limpiando caminos y ayudándonos unos a otros. La mayoría de los viejitos de la comunidad habían perdido techos, siembra, obtuvieron fatalidades dentro de su hogar. Había cristal, demasiado cristal. Sus pedazos no se podían contar. Había hojas por doquier, roturas de cemento, maderas por la carretera. ¿Qué no había volado María? Por suerte no habían heridos en mi sector, pero todos estábamos incomunicados. Nadie sabía de nadie que no estuviera a ciertos pies de distancia. A la noche mi madre se acercó, habiendo encontrado unas baterías para la radio y les confieso: si no hubiera tenido ese radio, la incertidumbre me iba a comer viva. Yo podía estar sin luz, vivir con la compra y el agua acumulada, pero necesitaba saber cómo se encontraba mi isla.
Llámenlo masoquismo, pero en mis momentos a solas no encontraba consuelo entre las lágrimas. Era horrible lo que mis oídos escuchaban. 
A pesar de no saber de mi trabajo, de mi pareja, ni mi familia, ni de mis amigos, había gente peor, y entre la radio y los libros de colorear, encontraba cierta tranquilidad, cierta distracción. 
Se me partía el alma escuchar a la gente que no sabía de su familias. Padres aclamando hijos, hijos aclamando padres, gente de Estados Unidos, de República Dominicana, etc., queriendo ayudar, queriendo saber que pasaba. Ni yo sabía que pasaba. Se había ido el 100% de la luz, solo dos estaciones de radio en el aire (no, wapa, no eras el único). Y quien sabe, asumo que la mayoría sin agua.
Ya yo sentía el apeste a chinchilla de estar todo el día recogiendo y ni sabía para cuántos días esto iba a durar. Bien aclarado: no de mañana, de meses. Entonces pensé bien claro, tenía que dar una vuelta y no a “novelear” (la palabra de la semana) como hicieran muchos. Ni gasolina tenía y las filas eran kilométricas para la gente con plantas y yo solo necesitaba chequear mi casa y verificar si iba a reiniciar el trabajo. Estuve prácticamente todo el día fuera: una hora para llegar a Toa Baja, una más para buscar leche, una más para ver si mi tía estaba bien, si necesitaba algo. Y el camino entero buscando gasolina para ir a trabajar el día siguiente…
El escenario era parapelos. Digo escenario porque les juro que no lo podía creer. Yo sentía que, o estaba en otro país o aún continuaba soñando. Mi borikén evidentemente estaba destrozada. Y aún sin salir de turista, era inevitable ver ese suceso. No había área sin un árbol caído ni letrero en el piso. El verde de monte, desvanecido. Mi isla, tenebrosa, triste y su virginidad coralina, violada. Yo no puedo decir que a este desastre se le saca “provecho de acto comunitario”. No.
Daban ganas de llorar. La gente que ayudaba, no lo hacía de “buena fé” ni por abrir camino para agilizar el proceso de restauración de servicios. Los rostros de los taínos estaban tristes. Nadie celebraba la comunidad. Mi vecina casi se desplomaba, sus ojos rojizos, mientras narraba el horror que vivió. Gente que lo perdió todo y aun gente que perdió casi nada, como yo, sufrió por igual. Mi borikén había despertado completamente destrozada y éramos heridos, pero no derrotados. Aún dentro del dolor, compartíamos el positivismo de levantar a nuestra isla una vez más. Y así será.