Welma
No me sorprendió para nada su visita. Era costumbre ya, que Manuelito esperara que
todo el mundo terminara de comer para buscar un poco de “pega’o” cada vez que
se servía arroz en el colegio. Ese chamaco ya estaba por graduarse y yo todavía
seguía sin comprender como él bajaba (o mejor dicho su mamá bajaba) todas las
mañanas de Morovis para este hoyo de Toa Alta.
El nene según me contaban era un nene de bien, no se
metía con nadie y era la sensación del equipo de béisbol del pueblo. A esta
escuela le hacía falta más distracciones para esos nenes, para que no se
metieran en tanto problema. Como me contaron los otros días, cuando me topé con
las chicas hablando… Dora, la menor de nosotras en el comedor, nos dijo que vio
en Wapa un segmento que como unas nenas allá fuera vendían sus
cuerpos pa’ poder pagarse los estudios.
Que cosa, óigame.
—Negro, ya tú te me vas—le dije a Manuel mientras
raspaba esa pega del caldero. Sin pensarlo comencé a sacar el residuo y separé
un platito de plástico aparte desde que le traje a las chicas el menú de la
semana.
Manuel caminó por la puerta trasera, pasando el
grafiti que dejó la gente que se metió aquí a robar el año pasado, y bajó las
escaleras que daban al comedor.
—Bendición, Doña Welma—me respondió, sonriendo. Ese
nene hasta los dientes perfectos tenía; blanquitos como huevo de gallina
andaluza. —Me voy, me voy, pero no se crea que me voy a olvidar de uste’—.
—Mijo, pero no me diga eso que lo mando a buscar—le
dije riendo. —Y, ¿ya sabes que vas a hacer? Seguro que ya tienes todo planea’o—.
Él miro hacia abajo y movió la cabeza de arriba abajo.
—Me voy, Doña Welma—repitió. —Quiero ser profesor, aun no sé de qué, pero sé
que quiero motivar a la gente a dejar de estar tan metidos en el teléfono, no
sé—.
—Eso lo decides después. Empiece a estudiar, vete ahí
a la iupi y te coges las clases generales y eso. Eso fue lo
que hiso la nena de Dora y ya es casi doctora la muchachita esa—.
Manuel cogió el plato de mis manos y estiró su mano
libre para coger una de las cucharas plásticas que estaban a mi lado. —Yo me
voy para allá afuera, es. Ya envié las solicitudes y una vez me llegué, cojo
avión—.
—Ah, bueno—. Y no dije más. Encontraba un poco raro
que fuera a estudiar allá afuera para ayudar los jóvenes de aquí, pero a lo
mejor hablaba en general.
Lo que es tener la oportunidad. Yo que, si mi padre no
me hubiera dejado en la puerta de Don Jacinto, el fundador de esta mismita
escuela, a mis dos años, probablemente estuviera haciendo otra cosa que tejer
mientras veo las novelas.
Liliana
Ese día decidió ganarse la vida engañando a la gente. Liliana solo quería comenzar desde cero. Ya no
llevaba suerte alguna. Todas esas mesas atendidas y esas noches de micrófono
abierto para ahorrar dos o tres dólares y venir hasta acá abajo, eran en vano
de un punto a otro. No encontraba sentido a nada. Ya había ido a cuarenta y
tres audiciones. Obviamente sin contar en la que vomitó frente al director por
no haber comido nada. Ya se le estaba acabando el dinero y el tiempo. Lo único
que ella quería era su “break”. ¿Cuánto tiempo más necesitaba?
Entró por la parte de atrás de la casa, una piscina la
invitaba a un ambiente acogedor. A pesar de estar vacío el patio trasero, había
luces tenues encendidas a su alrededor. La casa se veía lujosa, las puertas de
cristal, sus ventanas bien rectas y filosas como navaja. El color gris
predominaba la estructura y en vez de denotar un espacio aburrido, le prestaba
clase a su arquitectura.
Ya no había vuelta atrás. Esto era lo que tenía y
debía de hacer para estirar un poco el tiempo predeterminado. Con un suspiro
sopló el nombre escrito en la servilleta que le dio uno de los clientes del
restaurante. Par de pesitos, nomas, por eso de que realmente te hagan
falta. Sus palabras fueron como hielo deslizando por su espalda. Ya la
garganta se le comenzaba a cerrar y los ojos a aguar, pero no había vuelta
atrás.
Una silueta apareció entre las sombras. Detrás de un
muro apareció un hombre, su pecho peludo expuesto ante su vista virginal. Así
es que ella debía ganarse la vida, pensó. ¿Realmente valía la pena?
Pero es que ya no daba para más. Recordaba su viejito
prender el fogón todos los viernes a las seis de la mañana para hacer las
mallorcas más ricas de su pueblito Ciales y como sus cayos definían la
curvatura de sus manos. Se le hacía los ojos agua el pensar que su viejito era
muy viejito y las cosas se ponían cada vez peor para la gente que tenia negocio
propio. A veces el pan no daba y había que restar de la mercancía para poder
calmar la molestia del estómago.
Liliana iba de poquito en poquito, en contra de las directrices
del viejo a trabajar por la Concha, a darle lo que sobraba después de haber
echado gasolina y pagar las deudas.
Recuerda el verdor del campo, los caballos, la gente.
Como todas las semanas andaban los chicos en bicicleta buscando de las
mallorcas mientras ella escribía en su diario. Una vida demasiado perfecta,
pero demasiada sacrificada. Liliana solo quería parar el sufrimiento de su Pa’.
Nada era lo mismo desde que su madre partió.
Mientras los pelos sudados de ese hombre alto, rozaban
sus mejillas entre un abrazo, Liliana deseaba con todas las fuerzas otra
alternativa instantánea que la llevara a su campo.
El hombre robusto se despegó en modo de altera. Detrás
de Liliana se escuchaban múltiples pasos fuertes. Sin apenas sentirlo, sin tan
siquiera verlo, sus rizos caribeños cayeron sobre el suelo sumergiéndose en la
oscuridad.
Manuel
Esa noche perdió completamente la memoria. Que bien la había pasado anoche con los muchachos.
Manuel y sus tres mejores amigos llegaron a su casa a
las siete de la mañana. Sorpresivamente el papá de Manuel se la dejó pasar por
haber sacado tan buenas notas en el semestre. Ya todo había terminado.
Si tan solo se fuera a jugar en las Grandes Ligas,
como él quería. Talento tenía, disciplina por demás. No había razón alguna para
descuidarse si era un niño completamente organizado y responsable. Sin embargo,
quería perder el dinero en caridad. En decirle a la gente que hicieran algo más
productivo con sus vidas. Que ironía. Manuel podía hacer todo lo
que quisiera jugando béisbol. Caridad más el dinero.
Pero nada de eso le importaba a Manuel y por eso y más
que nada quería hacer exactamente lo opuesto a lo que le decía su padre.
Ya estaba todo listo para la cena cuando anunció sus
planes de irse a la Gran Manzana. Entre risas y felicitaciones se transportaba
a su actualidad.
Manuel Edgardo Ortiz Pérez ya tenía su vida planeada.
Paseaba entre la esquina boricua de nómadas buscando el sueño americano. La
gente envuelta entre las luces colgando de los techos y el sonido de Gilbertito
de fondo. Ahí todos sabían de su gente, pero no quien era la gente.
Manuel paseó los adoquines incrustados en ese suelo
gringo con sus dos hombres más fieles. Ninguno de ellos se graduó con él.
Ninguno de los dos ni de los que trabajan para él sabían como él era quien era.
Aún podía oler las mallorcas cialeñas que su hermana
Elena le mandaba a buscar todos los viernes temprano. Su barriga enorme
amenazaba a no negarle nada. Eso y la mirada de su mamá. Podrías ser el rey y
si tu mamá te decía algo, había que hacerlo. Eso era lo único bueno que tenía
Manuel. Sin embargo, los viejitos no se cansaban de ver el bien en él. Aparte
de sus dientes, ¿qué tenía Manuel? Pero él podía viajar una vida entera en su
bicicleta por las mallorcas y por escuchar al viejito que trabajaba ahí decirle
que no se rindiera. Él le recordaba mucho a Doña Welma.
Una vez pasaron unos condominios turquesa, ya sabían
que estaban por llegar. Cruzaron la cera, la lluvia creando un espejismo entre
la carretera. Manuel llegó a la casa gris. Este hogar lo había comprado con su
propio sudor, según decía. Era un imperio invisible y un mundo oculto en donde
solo pagaba el que no tuviera miedo a morir.
Manuel era
brillante, pero no de la forma en que todos pensaba.
—Ya está
amarrada—le dijo un hombre alto frente a la puerta trasera. Manuel siempre
odiaba que Francisco anduviera tan sudado con los vellos del pecho expuestos.
La vista le causaba náuseas, probablemente peores que las de su hermana.
Entró pues
al cuarto. —Liliana—la llamó. —No tienes que preocuparte por tu viejo, bebé. Ya
lo hecho, hecho está. Él va a pensar que lo lograste acá y ese dinero es
muestra suficiente—.
Liliana
entre sollozos y gritos interrumpidos por la tela que cubría su boca a penas se
entendía, pero ya Manuel tenía vasta experiencia con esas lenguas.
—Mensualmente
le enviaremos una carta con una foto nueva y un cheque validando tu progreso.
Quizás cuando tenga para comprarse un televisor, será demasiado tarde para
enterarse. Lo cómico de los jóvenes de hoy día es que no saben cuánto tiempo
pierden en la tecnología y tu papá no sabe ni lo que es un Instagram—.
Liliana
soltó un grito mudo, luego susurrando que su papá no era tan ingenuo para
creerle tanta estupidez. Alguien iba a encontrarla, tarde o temprano.
—Setecientas
noventa y ocho fotos. Tantos seguidores y nadie tiene idea de donde andas
metida. —
Manuel
junta sus labios en un silbido y los dos hombres de negro proceden a desprender
a Liliana de sus tiernos rizos caribeños. El sonido de su teléfono distrajo la
vista de tan perturbadora escena.
Los dedos
desbloquearon la pantalla y un mensaje apareció en ella: Mijo, tu mamá
me dio tu número. Quería felicitarte porque me dijeron que te graduaste con
honores y que te aceptaron allá afuera. No te rindas que los buenos somos
pocos.
—Doña Welma