Monday, May 13, 2019

The Man Who Patted My Head

Every time the clock hands would stir,
My breath caught up with it,
Watching the shifts and turns,
Of time and my body aging.
Although I was a mere boy,
I understood what was needed,
The only hands that held me,
Were delicate,
Manicured,
And clean.
Not once did my father hold me,
Just a pat in the head, a kiss upon Mom’s cheek.
He came when the clock would advise,
Every day a different shift in the hands of time.
He would bring a bread,
He would bring the day’s paper,
But he would never bring himself to stay a little longer.
Saturdays for golf,
Sundays for locked doors,
Consuming his time working on folders,
Focusing my time on what carried my attention,
Sometimes cars, sometimes colors,
Never my father’s embrace,
Always my mother’s.
As time went on,
His work became his burden;
No time to check his heart.
We wore black upon his casket,
The one who did not understand.
How I missed him while the clock changed.
Before I wondered:
Who is the man, that used to pat my head?

Un Día Más

Despertar. Era todo lo que tenía que hacer para entrar en el mismo intento de alegría. En la misma idea que me imponen los que creen que saldrán de esta rutina incomprensible.
—¡Mariana!—gritó lo que parecía ser la voz de mi madre. No pensé en lo mucho que me molestaba su actitud frente a la escasez, como reaparecían exigencias dentro de mis silencios, más bien dirigidos en que cocinaría en el día de hoy con los escasos recursos que poseíamos.
Solamente en eso dedicaría toda mi mañana—en caminar ciertos kilómetros o millas al pie desnudo en busca de la comida del día. A penas vivíamos en un espacio, rodeados de un cubo de cemento de los pocos que quedaban en la ciudad. Me parecía motivo de agradecimiento, porque teníamos más que muchos. Solamente en dos ocasiones, en donde por falta de alimento en lugares cercanos, había logrado alcanzar las costas, pero para que no me pasara nuevamente, creé un plan. Realicé una lista en donde normalmente se encuentra una que otra cosa ya sean animales, o plantas con frutos. Nunca era seguro el hecho de que ahí hubiese algo, pero eso sólo era el primer paso.
La lista consistió entre los lugares más cercanos hasta los lugares más lejanos. La búsqueda, como dije, duraría toda la mañana, pero también puede que dure más. El caminar hacia allá solamente me tomaría tres horas enteras. Al menos eso estimaba.
Recuerdo la última vez que mis ojos contemplaron las hermosas telas pintadas de azul, rozando contra la arena, como si me exigieran en susurros que las acompañara. Paseaban sus curvas en movimientos unidos pero descontrolados. ¿Cómo era eso posible? Solo sé que era lo único que me decía que el viaje largo valía la pena.
Mi madre, anterior a todo, solía llevarnos a menudo. Preparaba bultos de cosas que no necesitaba, con tal de que no le hiciera falta nada. Suspiraba ante la ironía. Eran días largos bajo el sol, creando manchas que nos adornarían hasta el alma. Ahora solo eran días largos bajo el sol, en búsqueda de no una mejor vida, sino de acoplarnos a ella.
Mis ojos se fueron abriendo sin deseo y con máximo esfuerzo, me levanté de lo que pudimos convertir en nuestra cama. Luego de haber perdido las esperanzas frente al cambio repentino de tenerlo todo a nada, mi madre se ingenió un cartón, rodeado de bolsas y ropa vieja que habíamos encontrado en el camino. De esto básicamente se componían nuestras paredes: de inventos y obsequios que nos ofrecía la suerte. Por supuesto, siempre y cuando no nos encontrásemos a alguien en el camino que lo quisiera adquirir primero.
Sin pensarlo, fijé mi mirada al cielo y le agradecí a quien quisiera escuchar. Era muy difícil saber a quién creerle en este mundo. Solo pedí, que, si hubiese algo allá arriba, que escuchara mis plegarias.
El agradecimiento duró más de lo necesario; desde el rabo del ojo pude ver a mi madre entrar apresuradamente, vestida de ropas grandes que indicaban que andaba con el grupo que intentaba reestablecer las tierras.
Vi cómo se detuvo un instante como si estuviera pensando que hacer.  Luego de unos segundos, se retiró, probablemente contemplando mi acción sencilla.
Mi fe y deseo de estar en harmonía con el mundo era lo único que me permitía un poco de paciencia, tanto para mí, como para los que me rodeaban. Era donde único se me permitía un tiempo sin molestias, ni reclamos, ni exigencias.
Al terminar mis agradecimientos, me levanté del suelo y doblé el viejo y desgarrado pedazo de cartón, acomodándolo en una esquina, para crear más espacio para nosotros.
—¿Vas a salir hoy?
Me volteé al encontrar unas sombras. En mi trance de readquirir valentía, ni me había percatado que mis tres hermanos se habían despertado. Pues, con el grito de mi madre, ¿Quién no lo habría hecho? Con un beso en cada una de sus cabecillas, les rogué que contuvieran la paciencia y esperanza necesaria. Sería entonces esto mi motivación inicial y como mi amuleto de buena suerte para encaminarme a mis diligencias.
Caminé por el ardiente campo, mendigando entre las pocas brisas que se avecinaban y gotas de cortesía que se deslizaban por mi yugular. De un tiempo para acá, ya no era mucho lo que quedaba. Había sido un golpe de brisa precisamente lo que nos había arrancado los lujos, las necesidades y para algunos la vida. En menos de siete meses, según marcábamos en la pared, nuestra isla se había convertido en tierra de nadie y tan drástico cambio, provocaba lágrimas que solo quedarían estancadas entre los comienzos de mis ojos. Jamás las permitiría salir.
Después de un tiempo, arrastrando mis piernas, a lo lejos avisté una planta en crecimiento y con mucha calma, me recosté de mis rodillas y me incliné hacia ella. Justo cuando mi mano se extendió, abrazando su verdura, entrelazándola en mis dedos para ser extraída, sentí un azote entre mi rostro que me llevó al suelo. Sorprendida ante al ataque, rebusqué con la vista la razón de mi desorientación, hasta que encontré, no muy lejos, un papel periódico, arrugando y con la tinta casi en vela.
Hacía tiempo no veía uno de esos…
Desesperadamente, me dirigí hacia él, raspando la tierra en un intento de cogerlo. Vi sobre una esquina un titular nauseante:

Septiembre 15 de 2058: El día del fin, masivo fenómeno que podría destruir

Es que ni yo misma me quería acordar de ese día. Gritos, sollozos, gente corriendo y gente perdiéndose entre sus propias masas. Nosotros éramos de los pocos que quedábamos porque decidimos quedarnos ese día. Mi hermanita menor cumplía y su deseo mayor era pasarlo en familia. Por supuesto Papá nunca estaría, ya que siempre se encontraba trabajando. Nunca supimos que pasó con él. Aun mi madre lo espera en la entra de nuestras paredes.
Decidí empujar esos recuerdos fuera de mi memoria y con ellos el periódico, porque ya eso no pesaba importancia. Al menos no en estos momentos donde mi enfoque era mayor.
Estiré mi brazo, alcanzando lentamente el alimento mientras recorrían por mi mente imágenes de sonrisas tibias de mis hermanos. Estaba segura de que les iba a gustar esto que les traía; sabía que estarían agradecidos de mi esfuerzo.
Y eso era todo lo que quería…sus sonrisas.
Y era todo lo que pedía…un cariño dentro de este abismo de sucesos y carencias, que se nos deslizaban de las manos.
Y eso era todo lo que deseaba…hacer el más mínimo cambio, mientras caminaba regreso a mis paredes, a preparar algo que silenciara más allá que los dolores externos, el interno.
En eso consistían mis días. En amar…en vivir, y en esperar por un cambio…que pudiera no haber llegado nunca. 

La reunión de las serpientes

La noche era partícipe de su encuentro. La luna nunca había estado tan perfecta, a pesar de estar oculta entre la neblina.

Entre las ventanas transparentes de un local de la ciudad, las lluvias primerizas que prometían la bendición, caían, alejándolas de la cotidianidad que las sumergía en el aburrimiento. Es por ello que las cinco serpientes se pusieron de acuerdo para participar de sorbos de agua pesada y charlas entre lenguas, de esas que erizan su piel, ya de por si escamosa.

Era necesario endurecer su exterior, para minimizar la molestia de los acuchillados que se daban entre espalda por su simple hipocresía. Sus cabellos con tonos similares a los rayos del sol, pero con miradas más oscuras que el mismísimo abismo.

Fueron una a una, deslizándose entre las butacas, ya con copa en mano, brindando por lo que las unía. Si es que algo podría unir a cinco seres tan independientes. Sus sorbos entre sorbetos, para que no desvaneciera el color del labio (con cuidado de no atorarse entre los colmillos delanteros). Entre rondas incontrolables, la coherencia y la adjudicada finura abandonarían la mesa, invitando la torpeza y un reflejo de su verdadera identidad. Solo una de ellas, no tan arpía, de vez en cuando vertía su mirada, presionando su boca, como queriendo controlar su consciencia.

Como era de costumbre, su falta de similitud, las llevaba a tornar sus conversaciones. Sus temas de conversación de volvían monótonos e inservibles.

Entre el:  << ¿Cómo estás? Bien, ¿y tú? Bien>>, las dejaba en un limbo auto dominado por querer aparentar su fallida amistad.

No compartían más allá de su rutina, y sin encontrar comodidad entre ella, siempre pasaban a esparcir su veneno, rápido y pesado, sin temor a quien lo pudiese capturar.

El veneno, con figura deforme, balseaba entre ellas, con movimientos bruscos y cortos. Al ritmo de sus palabras, danzaba, jugaba, se elevaba entre las cinco lenguas largas y filosas. Terminaba en su mismo fin, luego de ser jamaqueado entre su espacio, el veneno queda plasmado sin movilidad absoluta.

Las cinco serpientes se miraban entre sí. Entre ellas la duda pertinente de quien era la que llevaba el resto. Competían entre escotes y perfumes para ver quien dirigía las reuniones subsiguientes. En dónde no tenían temas verdaderos, ni atributos interesantes. Solo eran cinco pendejas que no tenían nada en común, sino un chisme poco alarmante. A quienes te besarían la mejilla, para que pronto fueras la victima de su próxima reunión bajo los efectos de un trago barato.