Ya no podía calcular los minutos como hacía de
costumbre, por mi obsesión de mantener todo en orden. Sé que eran las dos y
treinta ocho cuando me monté en el carro, y a penas el reloj marcaba las seis.
A mi derecha tenia mi agenda con los cuadritos de tareas del día vacíos y mi
móvil junto a ella, con trece llamadas perdidas, seguramente de mi madre. La
lluvia tampoco ayudaba. Impedía mi movilidad. Había
dejado de respirar.
Comencé a contar, a controlar mis ansias de gritar
en desespero mientras las lágrimas se esparcían entre mis pecas. Mis adoradas
pecas, se ocultaban entre mi rostro carmín por la presión alterada. Presión
que no decidía si subir o bajar.
Mis labios no atrevían a soltar ni una sola
palabra. Por eso no quería escuchar a mi madre, sabiendo que iba a preguntarme
dónde estaba y yo no deseaba confesarle que aún seguía aquí, en el
estacionamiento del tren. Mi mirada se encontraba fijada en el abismo, pero
interrumpida por otra innecesaria construcción que desmantelaba lo poco que nos
dejó el huracán María de verde.
No conseguía consuelo entre los aparatos amarillos
que cesaban sus operaciones, y los constructores que intentaban mover lo que
quedaba entre las gotas del cielo.
Y es que las nubes, grises y cargadas, no podían
llorar más que yo.
Todo lo que hacía, ¿Para quién y por qué? Lo que
pensaba que estaba supuesta hacer no era más que una ilusión periférica. Mi
única motivación de seguir y la razón por la cual decidí enfocar mi dolor se me
había desgarrado. La base de mis movidas y lo que me levantaba el día a día, lo
que en ocasiones me impedía hacer lo que se me diera la gana, pero que al final
no importaba, era ver su sonrisa.
No me atrevía ni a pensarlo. Esa memoria no paraba
de repetirse, una y otra vez, como si no quisiera entender que era verdad.
No fue hasta que escuche el cristal de mi carro
sonar, que me mirada cambió.
--Señorita, yo sé que es un momento difícil para
usted, pero necesitamos que pase con nosotros un momento.— me dijo el oficial vestido en su típico uniforme aburrido. Su cara de mala paga y su voz
indiferente, me dejaron parapléjica. En estos momentos… un poco de
consideración. Pareció haberme leído la mente. –Sé que no está de humor, pero
nece—
Le interrumpí de manera brusca, sorprendida por mi
tono. -¿Qué más usted desea de mí? Ya vi la escena, fui donde ella, indenti—
Mis palabras se cortaron, por un sollozo.
--Lo sé, señorita. Discúlpeme. Yo hablo con el
oficial y si requerimos algo más de usted, la llamaré personalmente. No era mi
intención molestarla más.— Con eso se metió en un carro con envoltura policiaca
y prendiendo unas luces que me cegaron, se retiró así del estacionamiento,
dejándome ahí, soltar un poco de lo que tenía adentro.
No podía evitar recordar, lo cual me ocasionaba más
angustia.
Había dejado de respirar otra vez, pero
interrumpida por gritos propios que no podía controlar.
Eran cascadas, ahora, expresando la escena que
acontecí al bajarme del tren. Antes de las trece llamadas perdidas, había cinco
adicionales. Mi madre nunca me llamaba tanto. Le devolví la llamada según
podía, y fue ahí cuando la escuché con un taco en su garganta. --¿Mi
amor?—trató de esconderlo, pero yo la conocía demasiado y alarmadamente le
preguntaba que pasaba, que me dijera de inmediato.
Corrí lo más rápido que pude, se me cayeron las
gafas, el abrigo, la botella de agua y no me importó. Llegué a la estación del
Deportivo y de ahí corrí. No aguantaba las ganas de llegar hasta la última
estación e ir en carro. Nunca pensé haberlo vivir algo así.
Había cintas amarillas alrededor de la escena, la
muchedumbre en asombro y cinco policías cubriendo lo que estaba pasando. Dos
pedían desesperadamente a los familiares de las victimas alejarse, uno dirigía
el tránsito, uno andaba en el teléfono y el otro incrustado en su libreta de a
peso. Paralizada entre el medio de todo, escuché mi nombre. Era la madre de él,
tirada en el suelo. Ignoré una segunda llamada y como poseída, mis pies se adelantaron antes que mi mente
pudiese cuestionarse el que estaba haciendo.
--Señorita, por favor… ¿Es familiar?-- ¿Familiar?
Lo empujé del camino, con una paliza. No me importó el reclamo de su compañero
y mucho menos el dolor que me dejó en los nudillos. El oficial me pedía que me
mantuviera alejada en lo que llegaban los paramédicos.
Dejé de respirar.
La piel se me convirtió en hielo, mis labios se
secaron y mi caminar se detuvo.
Ahí estaba.
Su cuerpecito angelical, y sus rizos dorados,
teñidos de rojo. El suelo la sostenía. Sus ojitos color verde habían quedado
abiertos en asombro. Solo podía imaginar que fue lo último que vio.
Mis gritos se escucharon por todo Bayamón, de eso
estoy segura. Nadie me podía contener cuando la ambulancia tuvo que retirarla
del pavimento. Ni me había percatado que, a solo pasos, el cuerpo de su padre
se encontraba incrustado entre los cristales.
A los minutos llegó mi madre, que fue la única que
pudo hacer que bajara la intensidad de mi desespero antes que me fuese a dar
algo a mí. Solo me abrazaba y me besaba el cabello, mientras yo me derretía
entre sus brazos, escuchando a lo lejos la causa.
Estaban de regreso a su casa. El semáforo de la
intersección, aun intermitente por negligencias del gobierno, y sin tomar la
debida precaución, un camión se llevó enredado su Corolla azul y junto a ello,
mi vida entera.
Una catorceava llamada de mi madre interrumpió la
escena en mi mente. Sin pensarlo presioné el botón verde de mi guie. — ¿Mamita?
Te estoy esperando en casa pa’ que te tomes un café. Ven, mi amor. Por favor.
Su última palabra se quedó retumbando en mi oído,
como si ella estuviese a mi lado.
Por favor.
La lluvia desvaneció, las grúas se fueron y las
cuatro paredes de mi habitación me protegían de probablemente lo peor que pude
haber soñado en mi vida. Inmediatamente marqué el teléfono, mis manos
temblorosas aun, sin caer en tiempo, ni en mi realidad inmediata.
--¿Qué es?— su voz molesta, como siempre, contestó
al otro lado. Lo detestaba tanto, por su arrogancia e ignorancia…, pero no para
verlo como lo vi en mi mente.
--¿Qué harás hoy?— le pregunté, a lo cual me
respondió que para que yo quería saber. –Solo no salgas, hoy, por favor.—le
dije.
—¿Por?
—A pesar de todo, no quisiera que te pasara algo
malo.— Con eso di por terminada la llamada. Un movimiento brusco surgió a mi
lado y con un giro, su piecito helado terminó en mi cara, otra vez. Agradecida
con la vida, maldije mi inconsciente, porque si ella me llegase a faltar antes
de yo irme, me moría con ella.