Era la tercera
vez que sonaba el microondas. Automáticamente sonreí en respuesta a la
exhalación frustrante que provenía de la cocina. Había una pared que dividía la
cocina de la sala por ende no podía distinguir que estaba pasando; de igual
forma no hacía falta. Tan solo con oírlo podía saber que movía la taza de lado
a lado en desesperación como si quisiera que todo fuera perfecto. Yo le advertí
al menos dos veces que hirviera la leche, pero es condición humana escuchar
solo lo que se quiere escuchar. No hay nada más gratificante que decir “te lo
dije”. Aun así, me quise mantener en silencio. Ya lo había molestado en varias
ocasiones durante el día de hoy y estaba intentando probarle que no era una
“bicha”, como casi todos pensaban. Llevábamos apenas dos meses de pareja y ya
yo le había dado a entender lo contrario, pero si seguía ahí era porque algo
andaba buscando. Mientras se movía cautelosamente hacia la sala intentando
balancear las dos tazas de café, unas galletas Export Soda, un pedazo de pan y
una servilleta para su sinusitis, me miraba con ternura con sus ojos en forma
de anacardos. Yo lo miraba con una ceja elevada y me acerqué a darle una mano,
porque de no hacerlo, su torpeza predecible me iba a dar la razón otra vez. Una
vez situados los dos en el sofá, dirigí la taza a mis labios e inhalé sus
propiedades. Tuve que exhalar más alto de lo usual. Mis ojos se fijaron en el
techo de su casa y se elevaron hasta donde mis párpados le permitieron. Este
nene era el diablo. Ya yo no sabía que más hacer con él. Intenté al comienzo de
nuestra amistad, hacen diez meses, alejar toda posibilidad de algo más allá que
un encuentro casual. Pero una cosa llevo a la otra. Una salida en grupo se
convirtió en un “avísame cuando llegues” y sin darme cuenta, las llamadas,
mensajes y encuentros surgieron con más frecuencia. Él tenía demasiados puntos
a su favor y yo le dejé claro desde un principio que no quería formalizar nada.
Pero aquí estaba yo, tomándome el segundo mejor café de mi vida (obviamente el
primero es el de mi mama). Él era todo lo que yo quería, pero no me atrevía a
decir. Él era todo lo que necesitaba, pero no me atrevía a admitir. Él era todo
lo contrario a lo que acostumbraba, puesto a que ya nadie se atrevía amar. Su
torpeza predecible, su dulzura impredecible. No la vi venir aun él advirtiéndome
desde el principio que no le importaba nada, que a él le gustaba el amor a la
antigua. Él creía en el amor y que si yo pensaba que él era peligro, que
peligro era las ganas que tenía de hacerme feliz.
No comments:
Post a Comment